martes, 14 de septiembre de 2010

MEMORIAS DE UN PERRO

Cuando crecí y tuve la oportunidad de viajar en tren- mi más codiciado sueño-,ya se habían levantado las vías. Mejor dicho, se habían cancelado los servicios y las vías con sus durmientes, más dormidos que nunca,quedaron allí, extendidos por largos y desolados territorios, cumpliendo el peor destino, el de la nada inútil.
Los únicos que le daban valor eran esos caminantes desconocidos que día tras día veía pasar por la vía muerta, desde la ventana de mi casa frente al terraplén.
Algunos iban con su hilachada mochila rumbo a la fajina en una huerta cercana. Otros sólo la usaban como vía rápida para llegar a visitar parientes. Caminaban despreocupados y divertidos, arrojando terraplén abajo las sobras de sus meriendas. Yo me encargaba de recoger las migas en el aire, con una pirueta que divertía a los paseantes, pero las latas de gaseosas eran las preferidas, para que mi dueño las venda en el vecino acopiador y por que sorbía con deleite la última gotera que sabía a néctar celestial. La avidez me llevó a veces a pretender mayor contenido, recibiendo el castigo de la lata, que con su filo de cuchillas, me rebanaba el hocico.
A contrapelo de la sociedad que me unía a mi amo en la venta de latas, apareció un día un linyera en las inmediaciones, husmeando entre los matorrales. Pensé que procuraba discreción a sus necesidades, pero me equivoqué. Afinando la oreja pude percibir el zangoloteo de latas en la roñosa bolsa que colgaba a su espalda. Evidentemente era una amenaza que debía neutralizar de inmediato. Comencé a lanzar mi ladrillo chillón y entrecortado, pretendiendo ahuyentarlo, pero él siguió como si no escuchara. Seguramente por mi pequeña estructura le restó valor a la amenaza. Y fué en ese momento que tomé impulso clavando mis dientes sobre el zurcido pantalón, dejando al aire parte de su canilla flaca y velluda. Retrocedí para evitar la respuesta, pero él me miró y en su parco rostro con ojeras, pude presentir que no me haría daño.
Quedé desconcertado y no atiné a retomar el ataque. Casi sin darme cuenta, sentí sobre mi lomo chuschudo y erizado, la mano del hombre acariciándome, como si quisiera amansar la fiera agresiva que escondía mi menudo cuerpo.
Antes nadie me había acariciado .Una corriente dulce me recorrió de hocico a rabo. Ese día fuí el perro más feliz del mundo, pero esa sensación duró sólo segundos, al observar por la ventana abierta del pantalón, el gorgoteo de sangre oscura deslizándose hasta el tobillo. Avergonzado y contrito dí media vuelta y me alejé quejumbroso.Creo que las lágrimas enturbiaron mis ojos porque equivoqué el camino y fuí a dar a un plantío de girasoles. No quería encontrarme con nadie, de modo que quedé acurrucado, gimoteando por mi acción tan desafortunada con el linyera. Me preguntaba qué razones me llevaron a comportar con tanta agresividad con alguien que devolvió caricias por dolor. Y decidí quedarme en el lugar. No deseaba procurar latas ni alimento.
Desperté sobresaltado, con un dolor quemante en la pata izquierda, que lucía inflamada a punto de estallar. Me pude erguir con gran esfuerzo y arrastrándome llegué al borde de la acequia. Enterré la pata en el barro y sentí alivio, pero la sed me ahogaba y sólo podía beber de a gotas. Me sentía morir. Fué entonces que alcancé a ver el brillo del lomo plateado de una víbora ciega deslizándose entre la malezaa y tomé conciencia que era la causante de mi situación. Debo buscar ayuda, pensé. No recuerdo qué pasó después porque desperté en medio de la noche con los gritos de mi amo, llamándome. Veía a lo lejos la luz de su linterna pero no pude emitir sonido. Estaba buscándome cerca del terraplén. Algo lo llevó a dirigirse hacia los girasoles, y allí me vió. Yo estaba tan hinchado que ni atiné a mover el rabo.Me tocó con sigilo con la punta del pie, incitándome a moverme,pero al verme imposibilitado, pensó que estaba a punto de morir. Dió media vuelta y se perdió entre las tinieblas, murmurando insultos, no sé si contra mí o contra su mala suerte, como siempre lo hacía.
Tal fue mi desesperación al saber que me abandonaba, que lancé un aullido como si abriese una vertiente de aire. Salía de mis pulmones con tanta fuerza que se escuchó desde lejos.
Varios llegaron a ver qué sucedía. Todos se retiraban en silencio. Sólo uno quedó y yo no pude verlo por mis ojos embotados, pero pude reconocerlo cuando me acarició el lomo.
Arrodillado, me hablaba cariñosamente, mientras sacaba de su bolso, frasquitos con tintineo de vidrio, que fueron los que me devolvieron la vida. Toda la noche me puso gotitas aciduladas sobre la lengua amoratada. Cuando comenzaron a cantar los gallos pude abrir los ojos y verlo dormido, abrazado a sus mágicas pociones.
Desde ese día, la libertad y la alegría son nuestra mayor conquista. Caminamos juntos compartiendo la vida.

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